Final del bipartidismo, ¿o no?

El PP ha tenido una victoria espectacular en las elecciones generales del 20-N. El resultado, unido al de los últimos comicios municipales y autonómicos, pone en manos de ese partido un poder casi absoluto. Hemos pasado del bipartidismo al monopartidismo. La capacidad de decidir del PP no la ha tenido ningún partido desde la Transición. Sin embargo, el resultado del voto no es tan abrumador como parece a primera vista. Zapatero tuvo más votos en las elecciones anteriores que Rajoy en éstas y sólo consiguió una mayoría relativa de diputados.
En estos comicios, en los que participaban por primera vez millón y medio de jóvenes votantes, Rajoy ha obtenido poco más de medio millón de sufragios más que cuando fue derrotado por Zapatero. Por tanto el tsunami no ha sido tan arrollador como parece.
Lo que ha dado la dimensión tan descomunal a la victoria del PP es el batacazo del Partido Socialista, que, como era de prever, ha caído en picado. Y junto a esto, la existencia de una Ley Electoral que viene del tiempo en que tanto la derecha como el PSOE trataban de reducir la presencia del PCE en el Parlamento y de asegurar el bipartidismo. Esa ley es la que ha hecho posible que, con un aumento de poco más de medio millón de votos, Rajoy logre 31 diputados más que le han dado la mayoría absoluta. Con esto no trato de ocultar un hecho evidente: que con tal victoria y la obtenida en las elecciones autonómicas y municipales, el PP dispone de un poder que ningún partido político había logrado disponer en España desde la dictadura de Franco. Y eso supone peligros para el sistema democrático (que no me propongo tratar en este artículo), a pesar de las palabras tranquilizadoras de Rajoy la noche del 20-N.
Quizá lo más desagradable de la nueva situación es el estado en el que queda la izquierda y las fuerzas progresistas parlamentariamente. Izquierda Unida ha obtenido un buen resultado si se comparan los dos diputados que tenían en las Cortes pasadas con los once de que va a disponer en las próximas –a subrayar la elección de Gaspar Llamazares, su prestigioso portavoz, en Asturias–, pero muy insuficiente si su comparación se hace con los millones de votos que ha perdido el PSOE. Éste sale maltrecho de la prueba, aunque haya conservado una base electoral no desdeñable.
A mi entender, el PSOE necesita una seria reflexión y debate sobre su futuro, debate que interesa a todos los demócratas, por lo que no es una intrusión, sino que yo dé mi opinión. A juzgar por lo que dicen los medios de comunicación, buscan un líder y lo que importa no es tanto eso como cuestión de política y hasta de ideología a resolver. Hoy no se ve con claridad, por los resultados obtenidos, quiénes pueden ser los nuevos líderes del PSOE. Pero éstos pueden surgir, precisamente, de esa reflexión y de ese debate autocrítico, indispensable. La cuestión de fondo es si el PSOE va a seguir deslizándose hacia el neoliberalismo, como está sucediendo en general a la socialdemocracia europea, o si va a ser un Partido Socialista renovado y planteando las profundas reformas del capitalismo que la crisis actual exige. Si va a seguir a la cola de la fracasada política que las instituciones europeas aplican desde hace más de tres años y que nos ha llevado a un auténtico callejón sin salida. La cuestión también es si el PSOE es o no capaz de estimular la unidad de las fuerzas de izquierda y de progreso, una unidad indispensable para evitar que el resultado electoral se convierta en el primer paso hacia una involución en la que peligran los progresos
políticos y sociales alcanzados por el pueblo español. Para esto sería necesario que el PSOE reconociese que no puede mantener la ficción de que él monopoliza la representación de la izquierda, que ésta es plural y que es necesaria y urgente una nueva Ley Electoral que respete la pluralidad.